De Morelia a Ciudad Juárez. Crónica de un viaje a la frontera (tercer y cuarto día)


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El tercer día en Ciudad Juárez comienza a las nueve de la mañana. Antes de las diez hay que regresar a la clínica a recoger los resultados de los estudios. Y a las dos de la tarde, cita para que nos tomen las huellas dactilares y del iris. Después, café en el centro comercial, comida en el gastronómico del centro comercial, habitación del hotel. Televisión, lecturas, falta de nicotina, más televisión. De pronto, el ruido sordo de la tele me distrae de lo que leo. Miro a mi alrededor y me topo con un magnífico atardecer. El sol muere detrás de los cerros que rodean Ciudad Juárez. Y miro a mi alrededor y me topo con mi padre y lo veo como un ser triste, lo veo tan extraño, con la mirada clavada en su teléfono y la piel que ya cuelga de su rostro. El tiempo es un hijo de puta, me digo. Y no puedo evitar sentir cierta compasión ante ese pensamiento, pues es extraño pensar en los padres como personas sin poder. Porque eso es lo que son, personas sin poder alguno, personas que son exactamente iguales a nosotros, a quienes tememos mientras pueden pegarnos, o castigarnos los fines de semana, o cortar el flujo de dinero. Pero cuando no tienen esas cartas se transforman en personas mayores, que caminan un poco con lentitud, que miran al vacío de vez en cuándo. Mientras escribo esto la falta de nicotina amaga con volverme loco.

El cuarto día en Juárez comienza a las ocho de la mañana. El desayuno es asqueroso. Con él viene un remedo de café aún peor, que los estadunidenses que se hospedan en el hotel beben como si se tratara de algo delicioso. La mayor parte de los comensales tienen cara de chicanos. Desde los niños que hablan español con un acento extraño hasta los enormes gordos de 140 kilos en los que el mismo acento suena ridículo. Una hora más tarde, en la sala de espera de la embajada, la multitud se vuelve más heterogénea: lo mismo hay pochos que mexicanos que gringos. Todos visten las que posiblemente sean sus mejores ropas, hasta con elegancia, podría decirse. La razón, la entrevista con un empleado del Consulado.

Alrededor de esa entrevista se tejen toda clase de mitos. Algunos dicen que los oficiales consulares deciden si te darán la residencia o no desde el momento en que te ven, que todo depende de qué tal vayas vestido, o de si tienes tatuajes en la cara, o cosas así. Otros dicen que en realidad la decisión sobre la residencia o ciudadanía o visa ya está tomada y la entrevista es mera formalidad. La verdad es que quién sabe en qué carajo se basen los oficiales para decidir si el solicitante merece o no el documento. Tras tres horas de espera es turno de mi familia. No sé qué esperar cuando llegamos a la ventanilla en la que nos espera el oficial. Es un estadunidense de unos cuarenta años que habla en español con un acento marcadísimo. Minutos antes, mi padre nos había dicho que, cualquier “cosa mala”, la negáramos. Sin embargo, el gringo sólo nos pide algunos documentos, nos pregunta si vivimos en México, nuestros apellidos y ya está. Diez minutos y listo. Y eso es un alivio, la verdad. Nos vamos con la residencia aprobada y la promesa de que recibiremos el documento por correo, seis días después.

Es la una de la tarde y el resto del día en Ciudad Juárez promete ser igual de aburrido que los anteriores. Nos vamos al centro comercial de nuevo y, mientras pasamos frente a las mismas tiendas que hemos visto una y otra vez durante tres días, propongo dirigirnos al centro, a recorrer las calles que Bolaño describe en 2666, o al menos parte de ellas. Mi hermana, de inmediato, se niega. Mi padre acepta, así que acompañamos a mi hermana al hotel antes de dirigirnos al Centro. No obstante, ya en la habitación mi padre dice que está muy cansado. Ya no es el de antes, me digo en silencio. Así que tomo mi cámara y me largo. Es la primera vez que me siento libre desde que llegué a la ciudad. No puedo evitar parecer turista, aunque viaje en camión y me mueva con soltura. No tardo en acabarme el primer rollo y antes de que me de cuenta son las tres de la tarde y mis tripas no me dejan en paz. Me paro en el primer puesto de tacos que encuentro, y estoy a punto de pedir una orden cuando un muchacho de unos veinte años me llama la atención. Acá enfrente hay unos más buenos, me dice.

Haciendo caso omiso a mi sentido común, lo acompaño. Camino dos cuadras con él, mientras me cuenta que esos tacos son los mejores, que están baratos y apenas a dos cuadras del mercado. Que no hay comida como la de Juárez. Le pregunto si ha viajado mucho y dice que, cuando tenía quince, cruzó al otro lado porque quería conocer, que estuvo allá poco más de seis meses y que luego la migra lo retachó. Se llama David, y me acompaña mientras me empaco ocho tacos. Él también pide comida y lo menos que puedo hacer es pagarla. Tiene diecisiete años, así que me parece la persona adecuada para preguntarle por un bar, pues en el puesto de tacos no venden cerveza. No obstante, le cambia la cara. Dice que no lo dejan salir de su casa. Luego se queda callado y, tras pensárselo un poco, dice que su hermana desapareció más o menos por la temporada en la que él se fue al gabacho, y que por eso sus padres prefieren tenerlo cerca y él prefiere no vagar por lugares como esos. En la ciudad, si observas con atención, se distingue el fantasma de las muertas en cada esquina.

Estoy a punto de dar por perdida esa batalla, comprar un six en un Oxxo y regresar al hotel cuando otro desconocido se me para a un lado y promete llevarme al mejor bar de la ciudad, me promete tragos gratis y mujeres hermosas, Me dice que tenemos que caminar unos quince minutos, pues el lugar no está en el mero centro. Y mientras dirijo mis pasos hacia allá, preguntándome si camino hacia un levantón o tal vez un asalto e ignorando a mi sentido común por segunda vez en menos de dos horas, el desconocido dice que a él le gusta leer, y que quería estudiar filosofía en la universidad de Chihuahua, pero que la situación, que el dinero, y que no le quedó de otra. No le presto demasiada atención, hasta que al doblar una esquina, en una calle llena de tugurios y borrachos, aparece el bar menos esperado. Cesárea Tinajero, se llama. El desconocido sonríe y apunta hacia otro local, El Perro Desganado, pero no importa. Yo ya tomé mi decisión, pues un augurio como ese no debe ser ignorado.

El desconocido intenta convencerme, pero de nada sirve. Entra conmigo, pide una cerveza, me acompaña con un cigarro y después desaparece. Ni siquiera le pregunto su nombre ni cuestiono la veracidad de lo que me ha dicho. El interior del local es lúgubre, descuidad, en las paredes hay afiches que lo mismo podrían estar en las paredes de una vulcanizadora, pero no. Ni una sola referencia a Bolaño, además del nombre. Hablo con el cantinero, me dice que el dueño era un argentino, pero que murió dos años atrás y que nadie se interesó en cambiarle el nombre. El lugar ahora lo regentean un capo de la droga y el cantinero, que es quien ostenta el título por motivos legales.

Alcanzo a tomarme dos cervezas y a fumarme cinco cigarros antes de que mi teléfono comience a vibrar como loco. Son las cinco de la tarde y mi padre y mi hermana están preocupados. De nada servirá, me digo, que les explique que tuve que entrar a una novela que leí hace dos años, así que apago el aparato y pido otra cerveza. Regreso al hotel a las nueve de la noche. Mi padre me grita y mi hermana hace como que duerme pero nada importa. Por primera vez en todo el viaje no me mata la falta de nicotina.

El quinto día en Ciudad Juárez comienza con un dolor de cabeza. Son las diez y media. El resto de la mañana se va en el desayuno, en arreglar las maletas y en seguir esperando. En Ciudad Juárez es todo espera, si vas de visita por razones burocráticas. Nada es inmediato, todo es bancas de plástico, todo es personas que pasan sin prestar atención a su alrededor, o que prestan demasiada atención a su alrededor. En Ciudad Juárez todo es miedo a las camionetas enormes que pasan con corridos que parecen reventar los cristales, todo es miedo a los coyotes, todo es quién me pasa al otro lado, todo es dólares, todo es paquetes de cocaína que pasan disfrazados entre cajas de jitomate, o en llantas de carros, o en las tripas del salvadoreño que te pide un dólar para poder cenar. Y luego el aeropuerto, más espera, más espera, subir, bajar, más espera, subir de nuevo, bajar de nuevo, la lluvia, y después el hogar. Pero antes, durante la primera subida, mientras los cerros de Ciudad Juárez se convierten en miniaturas y las nubes envuelven al avión, regresa a mi cabeza una pregunta.

Desde hace cinco días me pregunto qué habría pensado Bolaño de esta Ciudad Juárez tan llena de trasnacionales. De esta ciudad en la que se habla tanto de trámites burocráticos, de visas, residencias y ciudadanías. Me pregunto qué habría pensado de esta sombra que flota sobre todo y que se espanta a base de cervezas frías, alitas de pollo, tacos de polvo, conversaciones entre traileros y burdeles. Me pregunto qué habría pensado, diez años después, de las fábricas. Me pregunto qué habría pensado de las personas, que tienen algo extraño en sus palabras, que esconden en la esquina de cada oración, que viven en este desierto y ya nunca sudan. Pero, sobre todo, me pregunto qué habría pensado de los atardeceres de Santa Teresa. Y entonces, unos veinte minutos después, todo queda atrás, entre nubes, montañas y, sobre todo, la noche.

Un comentario el “De Morelia a Ciudad Juárez. Crónica de un viaje a la frontera (tercer y cuarto día)

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